21/8/20

Enemigo oculto, la otra guerra

Por: Guido Sánchez Santur

El verano de 1995, el diario La Industria de Trujillo me designó como reportero de guerra para cubrir el Conflicto del Alto Cenepa, el último que sostuvo el Perú con Ecuador. Fue el acontecimiento más cercano que tuve con la muerte y con la crueldad de la que es capaz el ser humano cegado por sus ambiciones; una profunda lección para comprender la fugacidad de la vida que hoy me evoca la memoria, a cinco meses de la pandemia Covid-19 que a la mayoría nos mantiene sitiados, no en cuevas de zorro, sino en nuestras propias casas.

Ese conflicto fue, crudo, duro, inhumando, agudizado por la inclemencia del clima de la selva, en la provincia Condorcanqui (Amazonas). Lluvia permanente, calor y mosquitos a los que nadie estaba acostumbrados (periodistas ni militares), salvo los Yachis (awajun) que se encontraban en su medio y dominaban el terreno a la perfección. En ese escenario se confundían la impotencia, el dolor y la muerte. En Cueva de los Tayos conocí aguerridos soldados adolescentes con quienes compartía animadas charlas en la mañana y en la tarde los veía retornar muertos, víctimas de las ráfagas enemigas o con sus extremidades mutiladas al pisar una mina antipersonal enterrada entre los arbustos. Eso era cosa de todos los días. Ni los periodistas estábamos a salvo, al retornar al Puesto de Vigilancia No. 1 casi nos impacta un proyectil de mortero, lanzado por los ecuatorianos que habían detectado una señal de radio. Los árboles tambalearon y las hojas con pequeñas ramas nos cayeron como lluvia, tras la explosión.

Soldados comiendo su rancho frío.

Esta pandemia parece una guerra sin cuartel. Hay tantos caídos que se van sin poder despedirse de familiares y amigos. Sales a la calle y sospechas de todos. Cualquiera es un potencial portador de quien nos distanciamos por precaución. Los contagiados son como esos soldados que iban a la línea de fuego, no sabemos si vencerán al virus o engrosarán la lista que, como en 1995, las cifras oficiales nunca fueron reales, las alteraron con afanes de victoria, a instancias del “asesor”.

El dolor y la pena se agolpan en el pecho cuando un familiar o amigo fallece. Este virus ya se llevó a un primo, a vecinos, amigos y compañeros de trabajo. José, Humberto, César, Víctor Raúl son algunos nombres que partieron lacerando el alma. No es el hecho que mueran sino la cercanía temporal con que lo hacen. Otros nos alientan al superar esta batalla sanitaria.

                                                    Trasladando un soldado fallecido en combate.

Cuando un soldado caía, tras pisar una mina antipersonal, era lo peor que podía pasar, no a la víctima, sino a sus compañeros. El brutal golpe psicológico laceraba los ánimos y desmoralizaba al más cuajado militar. Con la indignación al tope querían vengarlo, pero no había a quien disparar. Lanzaban ráfagas al aire, a la maleza, a la nada. Eso dolía más.

El distanciamiento social y el confinamiento están dejando huellas psicológicas, han dado paso a una psicosis que está marcando a las personas y a las familias. Un catarro, resfrío o dolor de cuerpo es sospecha de Covid-19. Muchos enferman de solo pensarlo, inclusive han muerto. Su sistema inmunológico se desmorona.

La automedicación preventiva es pan de cada día. Han surgido recetas de todo tipo, desde las naturales (cebolla, ajo, eucalipto, matico, kión …) hasta las más sofisticadas farmacológicas: El CDS impulsado por el alemán Andreas Ludwing Kalcer, acogido por algunos médicos y rechazado por las autoridades; ivermectina, variadas y una infinidad de medicamentos disímiles.

El cuerpo médico del Ejército desplegó una batalla aparte en medio de la selva.

Nunca se supo la cifra exacta de víctimas que nos dejó el conflicto, hoy tampoco sabemos la cantidad real de fallecidos por el Covid. Esa guerra dejó al desnudo el abandono en que se encontraban nuestras fronteras y las obsoletas armas de Ejército. Con estupor los soldados relataban que los fusiles se trababan al disparar. La pandemia evidenció el incipiente sistema de salud y la educación peruanos. Los profesionales de la salud no ocultan su indignación al verse imposibilitados de atender a todos los pacientes por falta de equipamiento, medicamentos e infraestructura.

Los soldados se desplazaron en ese agreste territorio 

Parte de la agenda posconflicto nacional sigue esperando. Los desafíos que nos abre la pandemia son muchos, tanto al Gobierno como a la población. Mayor inversión en salud y educación, cultivar una ciudadanía responsable, no regida por el temor o la fuerza de la autoridad, sino por conciencia cívica. 

9/3/20

Vida más allá de la vida




2/3/20

Heridas de la vida




17/2/20

Leyes de la vida




10/2/20

Conversando con Bayron Bustamante




5/2/20

Conversando con Gustavo Rico




21/1/20

Crónica de una vida anunciada

Por: Guido Sánchez Santur

Dos acontecimientos tocaron mi puerta esta semana. Mi vecino Yover, acaba de mudarse de su humilde choza que habitaba junto a su menor hijo en ese reducido espacio que hacía de sala, cocina y dormitorio, y que compartía con sus aves de corral. Tras desarmar sus bártulos, llenó algunos sacos con sus pertenencias y, antes de partir arrojó a la basura otros tantos sacos con cosas que ya no le sirven.
Esta misma semana, murió Manuel, frisando los 85 años, quien fue acompañado hasta su última morada a los acordes de una banda típica de músicos, atendiendo su pedido. Al día siguiente, como es costumbre, sus familiares llevaron, en una camioneta, la ropa y enseres personales para lavar en el río. Una vez limpia, una parte la guardaron y otra la quemaron.
Ambas escenas me dejaron varias interrogantes: ¿Cómo alguien que a las justas tiene para comer se da el lujo de guardar enseres tanto tiempo y luego botarlos? ¿Con qué criterio guardamos bienes tanto tiempo? ¿Somos capaces de seleccionar lo que realmente usamos o necesitamos? ¿Qué nos motiva a guardar, conservar, poseer o apegarnos tanto a algo que quizá nunca usaremos o que simplemente ya no nos sirve?
Esto nos pasa a casi todos. Guardamos papeles, ropa, muebles, libros, etc. con la esperanza de que alguna vez los usaremos o a sabiendas que ya no nos sirven, pero los tenemos en algún rincón porque no queremos deshacernos.
Lo mismo nos pasa con los recuerdos que abrigamos durante años, inclusive desde la niñez o adolescencia; lo curioso es que muchos son dolorosos y nos colocan en el lugar del sufrimiento, el rencor, la venganza, el egoísmo.
Nos quedamos anclados en esas emociones, convertidas en estados de ánimo, convencidos de que con tal actitud expresamos nuestro malestar a quienes nos produjeron ese dolor y les hacemos saber, o solo lo llevamos dentro, como una carga sin que nadie lo sepa. Solo nosotros lo lloramos a solas, como una carga pesada.
Como las cosas y objetos que guardamos, estos recuerdos se convierten en pensamientos que nos cierran posibilidades u oportunidades, nos atan, nos encierran en nuestro mundo dominado por los apegos, el dolor y el miedo.
En consecuencia, es prioritario que a diario nos vayamos deshaciendo de aquello que ocupa un espacio y no nos sirve, empezar a soltar, dejar ir, desapegarnos para abrirnos paso a nuevos caminos, nuevas historias edificantes.

Protagonista del destino
Nuestras vidas son como las crónicas en las que el principal protagonista es el tiempo en el que vivimos al que intentamos atrapar y siempre fracasamos en el intento. Curiosamente esos fracasos son los que le dan sentido a la vida porque de ellos aprendimos, sacamos lecciones,
El periodista Martín Caparrós dice que el fracaso es una garantía: permite intentarlo una y otra vez -y fracasar e intentarlo de nuevo, y otra vez. “Mirar es la búsqueda, la actitud consciente y voluntaria de tratar de aprehender lo que hay alrededor -y de aprender. Para el cronista mirar con toda la fuerza posible es decisivo. Es decisivo adoptar la actitud del cazador”.
Ese mirar no es más que la conciencia del presente, del ahora que nos permite reconocer lo que somos: nuestras habilidades, capacidades y ese poder de construir, evocar, reflexionar y proponer, permitiéndonos la duda y la incertidumbre desde la primera persona (Yo); es decir, convertirse en el protagonista de tu destino con plena responsabilidad.
 

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