Por: Guido Sánchez Santur
Dos acontecimientos tocaron mi puerta esta semana. Mi vecino Yover, acaba
de mudarse de su humilde choza que habitaba junto a su menor hijo en ese
reducido espacio que hacía de sala, cocina y dormitorio, y que compartía con sus
aves de corral. Tras desarmar sus bártulos, llenó algunos sacos con sus
pertenencias y, antes de partir arrojó a la basura otros tantos sacos con cosas
que ya no le sirven.
Esta misma semana, murió Manuel, frisando los 85 años, quien fue
acompañado hasta su última morada a los acordes de una banda típica de músicos,
atendiendo su pedido. Al día siguiente, como es costumbre, sus familiares
llevaron, en una camioneta, la ropa y enseres personales para lavar en el río. Una
vez limpia, una parte la guardaron y otra la quemaron.
Ambas escenas me dejaron varias interrogantes: ¿Cómo alguien que a las
justas tiene para comer se da el lujo de guardar enseres tanto tiempo y luego
botarlos? ¿Con qué criterio guardamos bienes tanto tiempo? ¿Somos capaces de
seleccionar lo que realmente usamos o necesitamos? ¿Qué nos motiva a guardar,
conservar, poseer o apegarnos tanto a algo que quizá nunca usaremos o que
simplemente ya no nos sirve?
Esto nos pasa a casi todos. Guardamos papeles, ropa, muebles, libros,
etc. con la esperanza de que alguna vez los usaremos o a sabiendas que ya no
nos sirven, pero los tenemos en algún rincón porque no queremos deshacernos.
Lo mismo nos pasa con los recuerdos que abrigamos durante años,
inclusive desde la niñez o adolescencia; lo curioso es que muchos son dolorosos
y nos colocan en el lugar del sufrimiento, el rencor, la venganza, el egoísmo.
Nos quedamos anclados en esas emociones, convertidas en estados de
ánimo, convencidos de que con tal actitud expresamos nuestro malestar a quienes
nos produjeron ese dolor y les hacemos saber, o solo lo llevamos dentro, como
una carga sin que nadie lo sepa. Solo nosotros lo lloramos a solas, como una
carga pesada.
Como las cosas y objetos que guardamos, estos recuerdos se convierten en
pensamientos que nos cierran posibilidades u oportunidades, nos atan, nos
encierran en nuestro mundo dominado por los apegos, el dolor y el miedo.
En consecuencia, es prioritario que a diario nos vayamos deshaciendo de
aquello que ocupa un espacio y no nos sirve, empezar a soltar, dejar ir, desapegarnos
para abrirnos paso a nuevos caminos, nuevas historias edificantes.
Protagonista del destino
Nuestras vidas son como las crónicas en las que el principal
protagonista es el tiempo en el que vivimos al que intentamos atrapar y siempre
fracasamos en el intento. Curiosamente esos fracasos son los que le dan sentido
a la vida porque de ellos aprendimos, sacamos lecciones,
El
periodista Martín Caparrós dice que el fracaso es una garantía: permite intentarlo una y otra vez -y fracasar e intentarlo de
nuevo, y otra vez. “Mirar es la búsqueda, la actitud consciente y voluntaria de
tratar de aprehender lo que hay alrededor -y de aprender. Para el cronista
mirar con toda la fuerza posible es decisivo. Es decisivo adoptar la actitud
del cazador”.
Ese mirar no es más que la conciencia del presente, del ahora que nos
permite reconocer lo que somos: nuestras habilidades, capacidades y ese poder
de construir, evocar, reflexionar y proponer, permitiéndonos la duda y la
incertidumbre desde la primera persona (Yo); es decir, convertirse en el
protagonista de tu destino con plena responsabilidad.