13/4/08

FESTIVIDAD ANDINA

El Amito de Marcabal no
se cansa de hacer milagros
Guido Sánchez Santur
sasagui35@gmail.con

“Marcabal Grande, hacienda de mi familia, queda en una de las postreras estribaciones de los Andes, lindando con el río Marañón. Compónenla cerros enhiestos y valles profundos. Las frías alturas azulean de rocas desnudas. Las faldas y llanadas propicias verdean de sembríos, donde hay gente que labre, pues lo demás es soledad de naturaleza silvestre. En los valles aroman el café, el cacao y otros cultivos tropicales...”.
Cuando pasé por estas tierras, en el territorio de Huamachuco (Sánchez Carrión), por una estrecha trocha carrozable y rodeado de un extenso paisaje verde, constaté que este paraje no había cambiado tanto desde los tiempos cuando lo describió el novelista Ciro Alegría Bazán (1909 - 1967), quien nació y pasó parte de su niñez aquí.
Llegamos a Marcabal e ingresamos por sus pequeñas calles y rápidamente llegamos a su Plaza de Armas. Las mujeres descansan en las bancas de cemento, tomando el sol de la mañana. Mientras hilan o tejen. Al frente está la iglesia que casi siempre permanece abierta, pues los feligreses no cesan de entrar y salir. La curiosidad me gana y camino hacia ella. Traspaso el umbral de la puerta y mi mirada se topa con la sagrada imagen de El Amito que con los brazos abiertos, crucificado en el madero, redime sus bendiciones y otorga milagros a cuantos llegan a diario y de remotos lugares.
Personas solas o en grupo suben la escalera y se aproximan a la imagen para agradecer una concesión o invocar la solución a un problema grave. La fe es profunda, y no es para menos: a muchos ha salvado de situaciones por demás difíciles.
“Todo lo que le pedimos nos da. Nos protege siempre, nunca nos abandona. A él acuden grandes y chicos para rogarle por sus estudios, los enfermos buscan cura a sus dolencias, los sufridos le invocan sosiego a sus penurias y tantas plegarias más”, comenta segura Luisa Casamayor Alfaro, quien está muy agradecida de El Amito porque, tras sufrir un accidente de tránsito, los médicos del hospital Belén de Trujillo estuvieron a punto a de amputarle una pierna. Ella se negó rotundamente, le aterraba imaginarse caminando con muletas.
Postrada durante seis meses en una camilla del hospital, Luisa se encomendó a El Amito para que la saque bien librada de este trance. Han pasado varios meses y ahora, con orgullo, nos muestra sus dos piernas completas y, aunque cojea levemente, esta segura que “este es un milagro y fue obra de él, que escuchó mis plegarias y oraciones”.
Cuando uno mira fijamente a la imagen, parece que ésta le correspondiera. Mientras sus devotos contritos, con las manos juntas y pegadas al pecho, le rezan insistentes oraciones que les sale desde el corazón.
Hermelinda Casas Polo es madre de Delmar, quien a los tres años de edad sufría una rara enfermedad que los especialistas no podían identificar, tanto era su gravedad que a veces iba a los matorrales para satisfacer sus necesidades biológicas y se quedaba dormido. Cansada de ir de una posta a otra, inclusive al hospital Leoncio Prado de Huamahucho, decidió hacerle una rogativa a El Amito. Compró 12 velas, las encendió en el templo y le rezó hasta que se consumieron totalmente.
En la noche tuvo un sueño premonitorio, alguien le dijo que a los 8 días sanaría Delmar. Al amanecer pensó mucho en esa revelación, esa idea la tenía pendiente hasta que un día un desconocido tocó la puerta de su casa y, de pronto resultaron hablando de la enfermedad de su hijo. Este personaje se interesó en el paciente, lo auscultó y le dijo que sólo le quedaban 20 días de vida, y de inmediato preparó unos brebajes con plantas medicinales y se los dio a beber. En efecto, “como quitado con la mano, el mal desapareció”.
Ahora Delmar tiene 17 años, y junto a su madre concurre a todas las festividades del santo para agradecer este milagro que le devolvió la vida.
Estos sorprendentes testimonios, son solamente una muestra, los milagros abundan y de toda laya, por eso los devotos son tantos que esta celebración se ha convertido en una de las fiestas más grandes de La Libertad, después de la Virgen de la Alta Gracia y la Virgen de la Puerta.
A un costado de la nave central del templo está una pequeña ventana por donde los feligreses meten la mano para dejar sus pedidos a El Amito, escritos en papeles, a manera de cartas. Hay cientos de ellos, inclusive medallitas, monedas, billetes y hasta regalos de mayor valía.
Esta multitudinaria festividad se celebra la última semana del mes de octubre, fecha en que arriban sus paisanos marcabalinos de todos los rincones del Perú y el mundo, y otros, que enterados de las bondades del santo, no dudan en emprender la travesía para tenerlo al frente suyo.
De vuelta a la Plaza de Armas, me encuentro con los rostros sencillos de la gente, con esa humildad como si estuvieran frente a su “patrón”. Al dejar el poblado en la oscilante camioneta revivo las imágenes que describió Ciro Alegría cuando andaba estos caminos.
LEYENDA DE EL AMITO
La tradición oral cuenta que en las alturas de Llaigán, donde solo crece el ichu, el viento silva y los animales cuidan con reverencia el lugar, una fría mañana del 14 de septiembre de 1750 apareció solitario y majestuoso un hermoso cedro que por tener forma de cruz llamó la atención de los caminantes que venían desde el cálido Chusgón. Entonces comenzaron a preguntarse el significado de este árbol que se encontraba en las altas punas, donde no era su hábitat.
Estos comentarios llegaron a oídos del gobernador de entonces, Gustavo Carranza, quien avisó a los padres agustinos y el 16 de noviembre de ese año subieron a la llanura el gobernador, tres frailes y una multitud de curiosos.
Al llegar al solitario lugar encontraron que sobre el madero volaban pajarillos de múltiples colores ajenos a la región. Cuando le dieron varios machetazos, de pronto empezó a brotar sangre del árbol. Entonces, de inmediato lo trasladaron hasta el lugar donde hoy está el santo patrón.
Ya en ese lugar, surgió el problema de quien tallaría la imagen. Después de dos días de vigilia, entre la multitud apareció un anciano quien sólo puso como condición que lo dejaran trabajar con la puerta cerrada y sin ayudantes. Su comida sería alcanzada por la ventana de la casa, ubicada a un costado de la plaza principal. Ocho días después, los moradores querían ver el avance del trabajo, tocaban la puerta y nadie respondía, pensando que algo le había pasado decidieron romper la puerta e ingresaron. Sólo encontraron la hermosa talla del Señor de la Misericordia.
Al pie de la cruz había una inscripción que rezaba: “Cada cinco años me sacarán en procesión”. Maravillados por este hecho construyeron el santuario y, desde entonces, comenzaron a venerar a la imagen hasta nuestros días, mientras sus milagros y sus peregrinos se multiplican.

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