Por: Guido Sánchez Santur (*)
Los recuerdos que han trascendido el tiempo y que
guardamos con mayor claridad en nuestra memoria son aquellos relacionados con
experiencias emocionales. Hagamos un recuento de lo más recurrente en nuestra
memoria y que más nos conmueve. ¿Con qué circunstancias o momentos se
relacionan más?
 |
La experiencias cargadas de emociones son las que más recordamos.
|
Esta premisa nos lleva a reflexionar en torno al
proceso del aprendizaje en todos los niveles educativos. ¿Los docentes toman en
cuenta la emocionalidad en sus clases? o ¿Están centrados en la transmisión de
una vorágine de contenidos distantes del interés de los niños, adolescentes o
jóvenes?
Es común cruzarse con docentes que se quejan y
lamentan la “falta de motivación, de interés, de entusiasmo …” de las nuevas
generaciones de estudiantes.
En este contexto ¿En qué lugar estamos parados? ¿Qué
posición adoptamos? ¿Solo en el intelecto que exige pruebas y comprobaciones?
Este desmembramiento no es de ahora, se remonta al
siglo XVIII cuando se abre la brecha entre el intelecto y la emoción, tras el
surgimiento de la corriente filosófica racionalista liderada por René Descartes
que coloca a la razón por encima de todo; seguido de la era industrial que
desencadenó la especialización y desterró lo sistémico, la integralidad, lo holístico,
el todo como esencia.
El escritor y educador inglés Robinson (2006) advierte
que intelecto y emoción están relacionados con la razón, el juicio y la
inteligencia; pues, las emociones no son perjudiciales y no hay que contenerlas.
El amor, la compasión, la alegría el placer, el entusiasmo,
la euforia, la expectativa son connaturales a la experiencia humana y existe
una íntima relación entre lo que pensamos y los sentimientos subyacentes que
los guían.
En consecuencia, es momento de reconectar el
conocimiento con el sentimiento, pues este último es una forma de cognición, ya
que los sentimientos surgen de nuestra relación con los objetos.
Aprendizaje y niñez
En este contexto, lo fundamental a desarrollar en los niños
es la empatía, la creatividad y la colaboración, contraponiéndonos a la
competición que fomenta el individualismo.
Actualmente, los padres ejercen mucha presión sobre sus
hijos con el afán de “que sean los mejores” en todo lo que realizan y eso se
traduce en una permanente exigencia estresante. Ahí comienza ese martirio que
se prolonga a las escuelas y universidades, al sacrificar la esencia del niño:
el juego.
El juego es vital para el desarrollo humano, emocional
y cognitivamente. La infancia es la etapa más importante del ser humano. Los
niños han de ser niños, no competidores atrapados en la depresión, mal que se
intensifica con el abuso de los aparatos electrónicos.
A los niños les encanta aprender, son curiosos por
naturaleza; sin embargo, los procesos de aprendizaje no utilizan estrategias
que hagan interesantes los contenidos ni los temas. Mas bien se les obliga a ejecutar
tareas que les desagrada, en aulas cerradas y artificios contraproducentes que disminuyen
las ganas de aprender.
En la verdadera escuela, la colaboración es primordial,
juntando a las personas para que aprendan los unos de los otros, cultivando el
apetito por el aprendizaje para que no se convierta en un sufrimiento, sino en
un disfrute, descubrimiento y plenitud.
Robinson advierte que las mejores escuelas en el mundo
son interactivas, dinámicas, colaborativas, con horarios flexibles, sin
separación por edades y facilitan la autodeterminación para obtener mejores
resultados. Aquí la evaluación no es un desafío para el estudiante, sino un apoyo
del aprendizaje, una oportunidad de la retroalimentación.
Estas prácticas son propias de las escuelas
democráticas, donde predomina el espacio para el juego. Es el modelo de escuelas
del futuro.
----------------------------
(*) Coach ontológico
Coach ejecutivo