28/9/19

Intelecto, emoción y aprendizaje

Por: Guido Sánchez Santur (*)
       
Los recuerdos que han trascendido el tiempo y que guardamos con mayor claridad en nuestra memoria son aquellos relacionados con experiencias emocionales. Hagamos un recuento de lo más recurrente en nuestra memoria y que más nos conmueve. ¿Con qué circunstancias o momentos se relacionan más?
La experiencias cargadas de emociones son las que más recordamos.

Esta premisa nos lleva a reflexionar en torno al proceso del aprendizaje en todos los niveles educativos. ¿Los docentes toman en cuenta la emocionalidad en sus clases? o ¿Están centrados en la transmisión de una vorágine de contenidos distantes del interés de los niños, adolescentes o jóvenes?
Es común cruzarse con docentes que se quejan y lamentan la “falta de motivación, de interés, de entusiasmo …” de las nuevas generaciones de estudiantes.
En este contexto ¿En qué lugar estamos parados? ¿Qué posición adoptamos? ¿Solo en el intelecto que exige pruebas y comprobaciones?
Este desmembramiento no es de ahora, se remonta al siglo XVIII cuando se abre la brecha entre el intelecto y la emoción, tras el surgimiento de la corriente filosófica racionalista liderada por René Descartes que coloca a la razón por encima de todo; seguido de la era industrial que desencadenó la especialización y desterró lo sistémico, la integralidad, lo holístico, el todo como esencia.
El escritor y educador inglés Robinson (2006) advierte que intelecto y emoción están relacionados con la razón, el juicio y la inteligencia; pues, las emociones no son perjudiciales y no hay que contenerlas.
El amor, la compasión, la alegría el placer, el entusiasmo, la euforia, la expectativa son connaturales a la experiencia humana y existe una íntima relación entre lo que pensamos y los sentimientos subyacentes que los guían.
En consecuencia, es momento de reconectar el conocimiento con el sentimiento, pues este último es una forma de cognición, ya que los sentimientos surgen de nuestra relación con los objetos.

Aprendizaje y niñez
En este contexto, lo fundamental a desarrollar en los niños es la empatía, la creatividad y la colaboración, contraponiéndonos a la competición que fomenta el individualismo.
Actualmente, los padres ejercen mucha presión sobre sus hijos con el afán de “que sean los mejores” en todo lo que realizan y eso se traduce en una permanente exigencia estresante. Ahí comienza ese martirio que se prolonga a las escuelas y universidades, al sacrificar la esencia del niño: el juego.
El juego es vital para el desarrollo humano, emocional y cognitivamente. La infancia es la etapa más importante del ser humano. Los niños han de ser niños, no competidores atrapados en la depresión, mal que se intensifica con el abuso de los aparatos electrónicos.
A los niños les encanta aprender, son curiosos por naturaleza; sin embargo, los procesos de aprendizaje no utilizan estrategias que hagan interesantes los contenidos ni los temas. Mas bien se les obliga a ejecutar tareas que les desagrada, en aulas cerradas y artificios contraproducentes que disminuyen las ganas de aprender.
En la verdadera escuela, la colaboración es primordial, juntando a las personas para que aprendan los unos de los otros, cultivando el apetito por el aprendizaje para que no se convierta en un sufrimiento, sino en un disfrute, descubrimiento y plenitud.
Robinson advierte que las mejores escuelas en el mundo son interactivas, dinámicas, colaborativas, con horarios flexibles, sin separación por edades y facilitan la autodeterminación para obtener mejores resultados. Aquí la evaluación no es un desafío para el estudiante, sino un apoyo del aprendizaje, una oportunidad de la retroalimentación.
Estas prácticas son propias de las escuelas democráticas, donde predomina el espacio para el juego. Es el modelo de escuelas del futuro.

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(*)  Coach ontológico
     Coach ejecutivo

Sir Ken Robinson, TED 2006, tomado de Youtube, https://www.youtube.com/watch?v=nPB-41q97zg (setiembre de 2019).

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